sábado, 8 de agosto de 2009

La pupusota

Escrito por Francisco Andrés Escobar, Columnista de LPG

A don Sofonías Pereira le gustaba comer, de vez en cuando, en la pupusería de las Cornejo. Había otras, por supuesto: que la San Judas, que la Paciencia, que la Impaciente, que la Cotorra, que… en fin, pero las “revueltas” que hacía la Lidia Cornejo no tenían rival. Así que hacia allá se encaminó don Sofonías, ese viernes, acompañado por Beto Inglés, que no dejaba de virar los ojos culievaluando estudiantas.

La pupusería se instalaba, a partir de las cuatro de la tarde, en una esquina del parque. Plantaban el poyetón y el comal —¡porque eran pupusas al comal, como antes!—; acomodaban la mesa de los materiales por ahí, a un lado; atrancaban mesas y bancas entre las piedras de la calle; y la Lidia y sus cuatro hermanas talludonas empezaban a surtir pedidos. “La salsa de aquí es riquísima, mamita. No como esa agua chirle que ponen en otras partes”. Y el deme ocho de no sé qué, yo quiero tantas de no sé qué más, las mías son para llevar, yo vine primero, las de queso las quiero con loroco, se extendía hasta las nueve de la noche, cuando las pupuseras terminaban deslomadas pero con los delantales llenos de puro billete.

Don Sofonías y Beto Inglés se sentaron y pidieron lo suyo, mientras en la tamalería inmediata, también vespertina y callejera, se alzaba el clamor de la dueña, que proclamaba a todo viento: “Eso de tener marido, mantenerlo, y que no le cumpla a uno, como el caso de la Lucania Avendaño, está jodido. Yo no soy de las de una vez por semana. ¡Yo soy de las de todas la noches!”

“Esa señora ya tiene más de sesenta años; ya es hora de que se esté en juicio”, declaró a media voz un alarmado y beatífico comensal que, junto a una nieta quinceañosa, se pupuseaba frente a don Sofonías. Dueña de un oído de tísico, la aludida pescó el comentario y se lo devolvió al hombre: “Ay, papaíto, para que yo me esté en juicio se necesita un cabrón que me entre con todo y me deje hasta tiesa. Así que, si se atreve, véngase, que aquí hay. ¡Aunque con ese ejotillo que se le adivina entre las piernas yo creo que no aguanta ni el primer tiempo!” La carcajada fue planetaria.

Achicopalado, el hombre se atravesó el último trago de chocolate, mientras la nieta lo reconvenía: “Eso le pasa por andarse metiendo en cosas que no le van ni le vienen”. “¡Vos callate, animala bruta!” Y el ahuevado le soltó tremendo soplamoco a la cipota, que arrancó camino arriba, entre rabias y vergüenzas.

“Vaya —comentó don Sofonías—, la pobre mona se sacó el real del mandado. Lo que dijo era verdad: qué tenía el viejo que meterse donde no lo habían llamado. Es como si yo me zampara en tus asuntos, Beto. Yo no es que esté de acuerdo en que andés en movidas con cuanta bicha se te pone por delante, como los ojitos que le hacías a la que se acaba de levantar. Para todo hay edad: y vos ya no estás tan la flor. Pero en fin, es cosa de ellas si se van con vos por pisto, y es cosa tuya si uno de estos días te entuban por bruto”.

La pupusería hervía en clientela. Tras los cerros, el sol era una enorme pupusota de chicharrón en su salsa de tomate.

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