viernes, 13 de noviembre de 2009

El aparecido

Lo peor que le puede pasar a un fantasma es que no crean en él, que la gente, al ver la sombra, diga: “Es ropa tendida que se mueve con el viento”. Eso le pasó a don Chilo Garméndez, cuando quiso materializarse ante don Apolonio Zometa.

Escrito por Francisco Andrés Escobar

La primera vez, tomó la apariencia de un ectoplasma luminoso y móvil entre las oscuranas de la habitación. “¡Esta luciérnaga puta no me va a dejar dormir”, dijo don Polo. Se embozó, y se soltó a roncar, a truenos.

La vez siguiente, don Chilo se visibilizó como mariposa negra. Don Apolonio la sacó a escobazos. En la tercera, el difunto decidió: “¡Debo aparecérmele como Dios manda!” Así que se corporizó tal como había sido en vida –un tanto pálido, por si había dudas–; se sentó en una esquina de la recámara de don Apolonio y, cuando el viejo entró, don Chilo se alzó lento, ululando un quejido. “¡O estoy soñando, o estoy a verga!”, dijo el otro. Y le soltó tal lluvia de chunches, que el difunto debió huir, so pena de convertirse en algo menos que la nada. Decidió esperar un tiempo.

Don Chilo insistía en aparecérsele a don Polo para revelarle la verdad de su muerte: “Mire, don Polo, aquella noche yo venía de un encuentro de animación en la casa de mi comadre Dora. Como eran tiempos difíciles, nos reuníamos los jueves a leer la Biblia. ¡Para qué quisimos! ‘¿Así que vos sos de los que andan leyendo estas mierdas?’, me dijo el comandante del escuadrón de la muerte –porque eran escuadroneros los que nos pararon, cuando volvíamos en un picap–. ‘¡Es la palabra de Dios!’, le contesté. ‘¡Es palabra de los curas subversivos!’, me rezongó. ‘Nosotros...’ ‘¡Bajate! (...) Bajate, te digo. ¡¡Y ustedes también, hijos de puta!!’ Así que los ocho nos fuimos bajando.

Sin mediar palabra, nos llevaron a un montarrascal. Primero mataron a cuatro. Ni los gritos se oyeron, en medio de la ráfaga que les cayó. ‘¡Dejame al de camisa negra a mí!’, oí que decía alguien. ‘Dejámelo. Lo voy rematar yo’. Cuando se acercó, lo reconocí: era Demetrio Delgado, el hijo de don Tarsicio, el dueño de casi todas las tierras de por aquí. ‘¡Estoy salvado!’, pensé. Demetrio era mi amigo. Aunque tenía centavos, a veces andaba en aguas, porque le gustaba chivear. Así que me debía doscientos colones que yo, que no tenía en qué caer muerto, le había prestado en una de sus apretazones. ‘Favor con favor se paga’, me dije.

‘Hacete el que no me conocés’, me recomendó, y me indicó un lugar oscuro. Yo le hice caso. Cuando estuvimos solos, me miró de un modo extraño: ‘¡Te jodiste, pendejo! ¡No voy a dejar vivo a quien le debo pisto! ¡¡Aquí te van tus doscientos pesos!!’ Yo quise gritar, pero Demetrio me disparó. ¡¡No morí en un enfrentamiento, como se dijo!!”

Así hubiera querido don Chilo hablarle a don Polo, para luego decirle que si ahora Demetrio andaba con la Biblia bajo el brazo todo el día era porque no aguantaba el remordimiento de conciencia... ... ...

*****
La rotura de la página hallada por ahí obligó a don Sofonías Pereira a terminar la lectura. “¡Ah, despijo. Tan bonita que iba la babosada!” Luego rememoró: “Entonces mataban a la gente hasta por leer Orientación. Una vez, a la Teba casi me la palman...” Y al anciano le vino una angustia, al imaginar lo que ambos esposos hubieran sufrido.

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