viernes, 20 de noviembre de 2009

La Parker

“¡Hmmm, la Parker con lo que está! ¡¡Tan puta que ha sido y hoy se quiere honrar!!” (Escrito por Francisco Andrés Escobar)

Se llamaba Emeterio. Emeterio y más; pero a ese hijo de la niña Mireya Saravia sus amigas de rumba lo llamaban la Parker. Y es que de joven había sido como Eleanor Parker, aquella actriz angloparlante de los sesenta. Alta, blanca, ojiazul, rubia, la Parker era una réplica de Eleanor. “El tata era un hacendado chele que se lo sembró a la niña Morena. A fuerza de vender fritada, ella lo hizo grande a él y a los tres que tuvo con otros. ¡Pero solo Emeterio le salió así! Dice el doctor Mardonio que fue por falta de un hombre que le sirviera de modelo; pero los otros tres también crecieron sin tata, y ahí están. ¡Eso ya se trae, niña!”

Don Sofonías Pereira oía la conversa de aquellas comadres. Él también conocía a la Parker. Que antes iba a la capital a “talonear” vestido de mujer: era su vida. Que nunca había robado, violado, golpeado, asesinado, o difamado: eran sus virtudes. El único ‘pero’ que don Chofo le hallaba era que, cuando en la guerra mataron a los hijos de la Ana Moreno, dos catequistas ejemplares, Emeterio fue a declarar. Sabiendo quiénes se habían llevado a Medardo y a Toño, cambió datos y confundió a los investigadores. Los hijos de la Ana eran buenos, y su muerte no alcanzó justicia. “Quizás lo hizo porque alguno de los que se los llevaron era su damo”, especulaba la gente. “Según don Onofre Deras, lo amenazaron o lo pistearon”. “Lo que pasa es que le dio culillo de que se lo palmaran”. “Y desde entonces, ahí anda, Biblia en mano, predicando contra los nacos como él”.

Don Sofonías había oído esas prédicas. La Parker, ahora casi sesentona, solía llegar al parque a perorar contra la liviandad. “Como ya está viejo y se le acabaron las ganas...”, pullaba alguno. Y alguna ‘loca’ avejentada, después del “Hmmm, la Parker con lo que está...”, y lo siguiente, completaba: “¡Has sido puta, mamita!”

Por casualidad, aquella mañana la Parker llegó por ahí, a sus sermones: “Don Chofo, qué tal. Yo aquí, mire, predicando al Señor. Desde que se me apareció y me dijo: ‘Cambiá, niño. Volvé de Eleanor a Emeterio’ (¡Ish, el nombre que me puso mi mamá!), me convertí. Me corté el pelo, me lo ennegrecí, y hasta estoy reuniendo centavos para unos lentes de contacto y dejar de ser zarca, ¡digo: zarco!” Y con esforzado andar hombruno, se fue a iniciar su ensordecedora gritería de admoniciones. Muchos viandantes pasaban junto a ella, con indiferencia. Otros se secreteaban ante su inconfundible gesticulación femenil.

El sol recalentaba. Un carretón sorbetero campanilleaba por ahí. Los musicones de los pequeños almacenes atronaban con reguetones y cumbias. Una anunciadora proclamaba al más reciente difunto. Los limpiabotas se afanaban en lo suyo. Los diareros ofrecían los rezagados ejemplares de la edición matinal. Algún borrachito se tambaleaba, de cara a la iglesia que parecía venírsele encima. Las campanas del reloj anunciaban las diez y media. Dos perros callejeros se entregruñían. Una vendedora pregonaba paletas, mientras otra, a pulmón abierto, ofrecía empiñadas. Ante todo este estruendo, la Parker pendulaba su osamenta ya añosa, ofreciendo penas apocalípticas para toda concupiscencia.

“Lo maricón lo trajo de naturaleza –pensó don Sofonías–; lo de los Moreno, fue cosa de su voluntad. Esto último no se lo paso”.

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