“Pues fíjese, don Chofo, que anoche fui a echar un mi ‘tetelque’ al lupanar de la Mariyona Camacho; pero la peperecha que me tocó es de aquellas que ni ha empezado uno a pujar cuando ya lo están bajando: que apurate; que tengo cola de clientes; que otra vez comé curiles para que vengás de punto; que... en fin.
Antes, uno iba a Las Cachorras, el bebedero del barrio de Concepción. ¡Y por diez colones tenía su hora y media! Y aquella con la que uno se acostaba le oía los problemas. Hoy no. Hoy cobran cinco dólares, ¡o sea cuarentitrés colones con setenta y cinco centavos!, y al primer puyón ya quieren que uno vaya para abajo. ¡No hay derecho!
Porque mire, don Chofo, hay veces que uno tiene problemas con la propia mujer, que no halla con quién desembucharlos. (...) No. Si la Berta y yo nos llevamos bien. (...) Lo que pasa es que ya no congeniamos en la cama. Y todo porque ella, después del segundo y último cipote, dijo a comer como desplazada. En el desayuno: dos huevos estrellados, tamal, volcán de casamiento, dos plátanos fritos, cinco panes, tazada de café y su pedazo de semita alta ‘ayúdame a vivir’ o ‘chicle de caballo’, como le dicen. En el almuerzo y en la cena: ¡otra mortandad! Yo le decía: ‘No comás tanto’; pero ¡campas! Cuando vino a sentir, ¡estaba así, mire! Ahí empezaron los problemas.
Si queremos hacer ‘el perrito’, ella se logra poner en cuatro patas; pero cuando le miro semejante nalgatorio como que es cerro partido, se me va el entusiasmo. ¡Y empieza ella: que quizás tenés otra; que antes medio te bailaba en fustán y ya estabas templado; que hoy, aunque me chuloneye, no te pasa nada!
Si decidimos ‘gallina asada’, el tucherío se le zangoloteya tanto, que a cada envite le hace plocosh, plocosh. Y mi suegra, que en todo está menos en misa, ya sale diciendo –¡a buenas dos de la mañana!–: ‘Oí, Indalecio. El chucho quizás se está hartando el chilate de los cuches’. Y a esa hora: ¡a levantarse uno a ver si el chucho anda por ahí, para que mi suegra pueda dormir tranquila!
Si intentamos ‘armas al hombro’, capaz que me desrabadilla. Así que me fui viendo obligado a ir a donde la Mariyona. No tiene tan buenas mujeres; pero lo sacan de apuro a uno. Mire: a mí me gusta que la mujer tenga de donde agarrarse, pero no tanto que le cuelgue. (...) No. Si yo a la Berta la quiero. El problema es que toda pareja empieza a tronar en la cama. Y de ahí viene la separación. Y yo tengo miedo de que eso pueda pasarnos. Los cipotes necesitan de los dos tatas... (...)
Sí. También lo he pensado. Sobre todo hoy que dicen que hasta los viejitos están agarrando el sida. Yo tengo cuarentitantos; pero esa enfermedad no hace distingos. Y lo peor es que no me gusta el condón. (...) Porque mata el gusto. ¿Y por qué otra cosa va a ser? Pues como le decía...” Y don Indalecio Merino prosiguió con su personal rosario kamasútrico.
“¡Ah, nosotros los humanos! Tenía razón Samaniego, en su fábula sobre las moscas y el panal”, se dijo don Sofonías Pereira, terminada la confidencia. Y fue rememorando los versos del antiguo fabulista: “Así, si bien se examina,/ los humanos corazones/ perecen en las prisiones/ del vicio que los domina”.
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