sábado, 26 de diciembre de 2009

Querido don Sofonías

Al ya casi concluir otro año más en que usted me ha ido contando sus vivencias y yo he ido trasladándolas a la letra, quiero agradecerle, viejo maravilloso, el honor que me ha hecho al hacerme depositario de sus confidencias.

Escrito por Francisco Andrés Escobar

Usted y la niña Teba, doña Estebana Tánchez, así, con alto nombre de señora del Medioevo, nos han humanizado a mí y a quienes nos leen. Usted, con la sabiduría y la serenidad que dejan los años vividos a conciencia; ella, con su sencillez, su silencio, su capacidad de donación y de servicio. ¡Qué tardes y mañanas dominicales deliciosas he vivido cercano a las palabras de ustedes! ¡Qué banquetes he tenido en su modesta mesa!

No tiene idea de cuánta gente, cuando me encuentra, aprovecha para enviarles saludos. Es que ustedes, con la picaresca de los otros personajes que rodean su mundo, han calado en muchas almas. Porque nada impregna tanto calor bueno en la vida como aquello que revive el modo de ser, de pensar, de actuar y de decir que nos hace ser lo que somos como personas y como nacionalidad.

Lalo, ese hijo lejano pero de presencia constante, nos habla de la dolorosa diáspora que se nos echó encima y desgarró nuestros destinos. La Candita, esa hija también lejana y alejada, punza la espina de una ausencia increíble, pero real: la de quien se va, se pierde y olvida, sin pensar en el pozo de dolor que cada día labra con su recuerdo. La niña Pimpa, la maestra sargentona y humana, nos remite a memorias infantiles, a aquellos seres llenos de bondad y autoridad, que moldearon lo mejor de nuestras vidas, y que tan necesarios resultan ahora, en este marasmo de sinrazón y locura. Beto Inglés es ese eterno e indomable donjuán, sin el que la salvadoreñidad resultaría coja, incompleta, desprovista de ese erotismo exultante que tantos gozos provee y tantos problemas hereda. Don Miguel Tadeo es el símbolo de esos seres que, desde las barreras del municipio, hacen por superar las taras de los prejuicios, las prelecturas, las convenciones. Es el intelectual de ese universo provinciano, desesperado siempre por hallar luz, caminos, destinos. Y así, y así, don Sofonías, pasando por los bolitos, los travestis, las peperechas, las viejas chismosas, los viejos felones, los tacuaches, y todos esos seres excluidos, pero hijos de Dios y hermanos nuestros, que van acompañando nuestro peregrinaje por la vida. ¡Hasta el gatón negro y viejo que los acompaña a ustedes en su dorada soledad ha alcanzado bulto y estatua en este rico universo! ¿Cómo no amar al animalito ese para quien la niña Teba prepara los mejores mamasos?

Y hay una lección radiosa que nos sobrepasa a todos: el amor inclaudicable que usted guarda por su esposa y que halla correspondencia en los hontanares del alma sencilla de ella. Alguien escribió que “Amar es dejar que el otro sea lo que es ahí donde está”. Nunca estuvo tan encarnada esta realidad como en el puente espiritual que ustedes tienen como pareja. ¡Cuánta compañía! ¡Cuánto respeto! ¡Cuánto amor sereno y solidario! ¡Cuánto ejemplo para nosotros, hijos tristísimos de esta era de desamor, de conveniencias, de contratos, de apariencias!

Gracias. Infinitas gracias, don Sofonías Pereira. Gracias, por siempre gracias, doña Estebana Tánchez. Al rubricar estas letras en el espíritu de la Navidad, reciban el abrazo más del alma de quienes ven en ustedes y en su mundo lo mejor de su naturaleza.

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