Escrito por Francisco Andrés Escobar
Cuando el aldabón de la puerta sonó, don Sofonías Pereira fue a abrir. “¡Hola, hombre. Pasá!” Y don Miguel Tadeo, su amigo de siempre, avanzó hasta el corredor. “Recostate en esa vaina. Ya tiene algunos juracos, pero sirve”. Y don Miguel se acomodó en la hamacona de mezcal.
“¡Vieras divertida la que me he pegado con este libro, Chofo! –exclamó don Miguel, y depositó el volumen en las manos del anciano. ‘Caín’ se llama. Es de Miguel Saramago, un escritor portugués. ¡Gran viejo este Saramago! Tiene ochenta años ¡y es una chucha cuta, escribiendo! Lo que más admiro es que de pobrecito se elevó a gran escritor. Le dieron el premio Nobel en literatura. ¡Y ese es un premio con fama y pisto!
Fijate que sus abuelos criaban cuches. (...) Sí. Cuches, como los que amarran en la esquina y no te dejan dormir los domingos en la mañana. Jerónimo se llamaba el abuelo. Y eran tan pobres que, en la noche, para que los cuches no se murieran de frío los metían bajo las camas. Este abuelo le contaba cuentos a Saramago. De ahí le vino la pasión por armar historias. Pues te decía que...”
“Perate –interrumpió don Chofo, y le pidió a su mujer–: ¡Teba, hacenos café y nos lo traés con torta!” La niña Teba fue a preparar la cafeteada, mientras don Miguel Tadeo retomaba su discurso:
“Pues te decía que me he carcajeado con este libro. Es una relectura del Génesis. Un día, mi comadre Estela me dijo: ‘Miguel, yo me he puesto a leer algunas partes de la Biblia, y eso es terrible. Ahí hay degollinas, hermanos que matan a otros hermanos, tatas que embarazan a las hijas, en fin... ¡Una retajila de zanganadas!’ Pero eso, dicho por mi comadre Estela, sonó como chillido de perico. Tuvo que venir Saramago a cuestionar un libro ante el que siempre hemos dicho amén.
Y es que mirá, Chofo, en eso de lo sagrado hay tela que cortar. Los mortales creamos a los inmortales. Todas las culturas tienen dioses inmortales y libros sagrados; ¡pero han sido creado por cerebros de hombres y mujeres profanos y mortales! Cuando como especie desaparezcamos, esos dioses y diosas y esos libros perderán su razón de ser. Solo entonces quizás resplandezca el verdadero Absoluto, el verdadero Ser en cuyo seno de plenitud existen los universos visibles e invisibles”. Don Sofonías escuchaba, atentísimo.
“El libro ha escandalizado a algunos porque Saramago, entre otras cosas, escribe con minúscula los nombres de los profetas y de la divinidad. ‘¡Qué irreverencia!’, han dicho. No hay nada de eso. Las historias del Éxodo fueron transmitidas de viva voz; y cuando uno habla, no pone minúsculas, ni mayúsculas. Eso de escribir con mayúscula inicial los nombres propios es una convención del lenguaje escrito. Y Saramago lo que intenta es reproducir la viva voz. Es una cuestión de estilo, no de irreverencia.
(...) Yo creo que sí, Chofo. La gente que gusta de leer debe leerlo. Y hacerlo con espíritu deportivo. Ya no es tiempo de hacerse las cruces por todo. Un creyente debe fortalecer su fe con la duda, y un no creyente debe fortalecer su duda poniéndole más dudas a la fe... Pero aquí viene ya la niña Teba con algo de morder...”
La niña Teba sirvió la colación y, sentados al amparo del corredor, los amigos le entraron a conciencia al café calientito y a la torta de yema.
Cuando el aldabón de la puerta sonó, don Sofonías Pereira fue a abrir. “¡Hola, hombre. Pasá!” Y don Miguel Tadeo, su amigo de siempre, avanzó hasta el corredor. “Recostate en esa vaina. Ya tiene algunos juracos, pero sirve”. Y don Miguel se acomodó en la hamacona de mezcal.
“¡Vieras divertida la que me he pegado con este libro, Chofo! –exclamó don Miguel, y depositó el volumen en las manos del anciano. ‘Caín’ se llama. Es de Miguel Saramago, un escritor portugués. ¡Gran viejo este Saramago! Tiene ochenta años ¡y es una chucha cuta, escribiendo! Lo que más admiro es que de pobrecito se elevó a gran escritor. Le dieron el premio Nobel en literatura. ¡Y ese es un premio con fama y pisto!
Fijate que sus abuelos criaban cuches. (...) Sí. Cuches, como los que amarran en la esquina y no te dejan dormir los domingos en la mañana. Jerónimo se llamaba el abuelo. Y eran tan pobres que, en la noche, para que los cuches no se murieran de frío los metían bajo las camas. Este abuelo le contaba cuentos a Saramago. De ahí le vino la pasión por armar historias. Pues te decía que...”
“Perate –interrumpió don Chofo, y le pidió a su mujer–: ¡Teba, hacenos café y nos lo traés con torta!” La niña Teba fue a preparar la cafeteada, mientras don Miguel Tadeo retomaba su discurso:
“Pues te decía que me he carcajeado con este libro. Es una relectura del Génesis. Un día, mi comadre Estela me dijo: ‘Miguel, yo me he puesto a leer algunas partes de la Biblia, y eso es terrible. Ahí hay degollinas, hermanos que matan a otros hermanos, tatas que embarazan a las hijas, en fin... ¡Una retajila de zanganadas!’ Pero eso, dicho por mi comadre Estela, sonó como chillido de perico. Tuvo que venir Saramago a cuestionar un libro ante el que siempre hemos dicho amén.
Y es que mirá, Chofo, en eso de lo sagrado hay tela que cortar. Los mortales creamos a los inmortales. Todas las culturas tienen dioses inmortales y libros sagrados; ¡pero han sido creado por cerebros de hombres y mujeres profanos y mortales! Cuando como especie desaparezcamos, esos dioses y diosas y esos libros perderán su razón de ser. Solo entonces quizás resplandezca el verdadero Absoluto, el verdadero Ser en cuyo seno de plenitud existen los universos visibles e invisibles”. Don Sofonías escuchaba, atentísimo.
“El libro ha escandalizado a algunos porque Saramago, entre otras cosas, escribe con minúscula los nombres de los profetas y de la divinidad. ‘¡Qué irreverencia!’, han dicho. No hay nada de eso. Las historias del Éxodo fueron transmitidas de viva voz; y cuando uno habla, no pone minúsculas, ni mayúsculas. Eso de escribir con mayúscula inicial los nombres propios es una convención del lenguaje escrito. Y Saramago lo que intenta es reproducir la viva voz. Es una cuestión de estilo, no de irreverencia.
(...) Yo creo que sí, Chofo. La gente que gusta de leer debe leerlo. Y hacerlo con espíritu deportivo. Ya no es tiempo de hacerse las cruces por todo. Un creyente debe fortalecer su fe con la duda, y un no creyente debe fortalecer su duda poniéndole más dudas a la fe... Pero aquí viene ya la niña Teba con algo de morder...”
La niña Teba sirvió la colación y, sentados al amparo del corredor, los amigos le entraron a conciencia al café calientito y a la torta de yema.
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