Cuando don Miguel Tadeo supo que había ganado algo en los Juegos Florales, voló a donde don Sofonías Pereira. “¡Chofo: gané el segundo lugar con lo que escribí sobre el Papa que quiso excomulgar a Matías Delgado! Yo creí que ni iban a leer esa vaina, porque como puse al pontífice con las nalgas metidas en un cocido de hierbas... El primero se lo dieron a alguien de la capital, que mandó poesía; el tercero a aquella profesora de aquí a la que le dicen Miss Mapache. (...) No, hombre: esa es la Cotuza. ¡La otra: la ojerosa, la del barrio San Emigdio! (...) ¡Esa mero! Escribió teatro. Los premios los dan el otro viernes en la mañana, y quiero que me acompañés”.
En los Juegos Florales participaban escribidores de todos lados. Por lo común, enviaban los trabajos a la alcaldía. Una comisión los sometía a un jurado, que buscaban en la capital para que aquello tuviera rango, y cuando el fallo estaba listo, comunicaban las victorias y anunciaban la premiación. Esta vez, don Miguel Tadeo figuraba en el estrellato literario. Llegado el viernes, pasó por el parque a llevar a don Sofonías que, con sus mejores pilchas, ya lo esperaba. “¡Puta, ustedes dos quizás a mojar el bacalao van al puterío de la Lidiona!”, les espetó Beto Inglés, que ya estaba en su oficio de cuentear bichas. “No, hombre. Vamos a la alcaldía. ¿Que no vas a ir vos? Va a haber algo de morder después del acto”. Pero a Beto le interesaban más las colegialas que cruzaban el parque con andares de cumbiamba.
Cuando llegaron, aquello bullía de gente. En el corredor frontal habían colocado la mesa de honor. A un lado, las sillas para los laureados. Al otro, el puesto de la banda regimental. En los otros corredores y en el patio, protegido del sol por un enorme velacho, había un sillerío ocupado por colegios, invitados, asistentes voluntarios y más de algún desubicado con gesto de “y aquí qué putas pasa”. Don Sofonías se aplomó por ahí.
El acto inició con el Himno, que la banda tocó y el gentío berreó a pecho hinchado. Habló el alcalde. Largo. Habló el presidente de la Junta Mantenedora de los Juegos Florales. Largo también. Un colegio de niñas ofreció un lúbrico reguetón, poco propicio al evento. Un maestro y una maestra cantaron algo de “El fantasma de la ópera”. El mejor alumno de una escuela empezó una declamación, pero los versos se le volaron y debió irse a sentar, amilanado pero con aplauso de consolación. Luego, el alcalde y la reina de los Juegos, una sílfide cholotona con cachetes de chile relleno, fueron proclamando los premios.
El poeta capitalino leyó unos versos que blanquearon los ojos de las damas más conspicuas. Flor natural, diploma y dolaretes para el vate. Los otros dos laureados no leyeron, pero igual recibieron: don Miguel Tadeo, diploma y dolaretes. La mapachísima dramaturga, más dólares y diploma. Tras una danza campesina convencional, el acto concluyó cuando el mediodía alcanzaba cenit y el hambre apretaba entrañas.
“¡Viejo más chucho el alcalde! Yo creí que a todos nos iban a dar algo!” “¡No, niña. Los sánguches y la horchata eran para los invitados especiales! ¿Cómo creés que le iba a dar de hartar a semejante gentío?” Y las dos comadres norteaban hacia sus casas, mientras la recepción en la alcaldía se prolongaba entre los valses de la banda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario