Recostado en una hilachosa hamaca colgada entre dos almendros del añejo mesón, y con una pierna cruzada bajo la otra, ese día de marzo de 1847 el general Manuel José Arce saboreaba amarguras, mientras con distracción se hurgaba los dedos de un pie. Le olían mal. “A este hombre las patas le jieden a culo”, pensaba Bartolo, quien lo asistía con lealtad perruna en los menesteres cotidianos. Y es que cuando el general le ordenaba: “¡Lavame las botas, indio!”, Bartolo Yajuc hubiera querido echarse atrás. Pero donde manda general no manda el aguatero, y Bartolo debía habérselas con aquellas botas viejas y apestosas.
Los afanes del general habían sido largos. Había andado en contiendas por lomas, valles y montañas de la nueva república; había ido al Norte, a negociar anexiones o desanexiones; de joven, había sufrido cárcel tras una intentona libertaria; en fin... Y en algún recodo pescó niguas y se dejó invadir de hongos –como había atrapado desconsuelos–, al punto de que ambos pies tenían una blancuzca costra plantar de animales microscópicos.
“Manuel, ya estás viejo: si no te cuidás, podés quedar cuto”, le advertía don Leopoldo Briones, el boticario que le preparaba polvos con los que munía las botas, para atemperar el mal. “Las enfermedades vienen de los virus, las bacterias, los hongos y los parásitos. Y vos tenés las patas llenas de hongos y niguas. De seguro pateaste algún lodazal donde vivían chanchos y de ahí las levantaste”. Y sí. El general había debido untarse en miasmas no solo una vez. “Y hasta en los ojos se te pueden aquerenciar, Manuel. Esos hongos malvados se suben por las cobijas. ¡Y más vos que dormís embozado! ¡¡Choco te pueden dejar!!” Y don Leopoldo le surtía otra pomada fungicida, esta vez para las ingles. “Para las niguas, seguí usando la pulpa de guanaba. Es lo mejor que hay”. Por eso, Bartolo Yajuc tenía que lidiar con residuos de esa pulpa en los entresijos de las botas. Y debía rasparlos con un cuchillo viejo, y aguantar la hedentina a pescado rancio. “¡Pobre hombre. Uno de estos días se va a morir de solo. Primero lo hicieron presidente y después lo bajaron. Le quitaron sus tierras. Y uno oye decir que los que antes eran con él, hoy no pueden ni verlo...” Y Bartolo Yajuc acomodaba sobre unas lajas las botas recién lavadas de su general venerado, para que el sol terminara de fumigarlas.
Don Sofonías Pereira interrumpió la lectura. “Miguel, ¿y qué te ha dado por meterte con los próceres?” “Por lo menos en la ficción, recuperarlos como hombres, Chofo; no verlos como mitos. El mito angeliza o sataniza, pero no da la verdad humana. Mirá la religión: ¡hay gente que cree que Cristo no hacía pipí, ni pupú!” Don Sofonías siguió leyendo hasta terminar el nuevo escrito de don Miguel Tadeo. Luego, como otras veces, se quedó caviloso.
“Mirá, Chofo: dicen que el general Arce, habiendo sido rico, murió tan pobre que las mujeres del mercado de la capital le daban comida. ¡Y no aceptó ayudas de los poderosos! Como declaró hace poco uno de sus descendientes: los próceres fueron hombres comunes: con sus dolencias físicas, sus luces y sombras espirituales, sus pilas políticas... ¡Pero beneméritos! Es la esencia de la grandeza. La que me ha dejado picado es su prima y esposa, doña Felipa. Estaba paralítica, tras once partos... ¿Qué se hizo? ¿Murió antes que él?”
Los afanes del general habían sido largos. Había andado en contiendas por lomas, valles y montañas de la nueva república; había ido al Norte, a negociar anexiones o desanexiones; de joven, había sufrido cárcel tras una intentona libertaria; en fin... Y en algún recodo pescó niguas y se dejó invadir de hongos –como había atrapado desconsuelos–, al punto de que ambos pies tenían una blancuzca costra plantar de animales microscópicos.
“Manuel, ya estás viejo: si no te cuidás, podés quedar cuto”, le advertía don Leopoldo Briones, el boticario que le preparaba polvos con los que munía las botas, para atemperar el mal. “Las enfermedades vienen de los virus, las bacterias, los hongos y los parásitos. Y vos tenés las patas llenas de hongos y niguas. De seguro pateaste algún lodazal donde vivían chanchos y de ahí las levantaste”. Y sí. El general había debido untarse en miasmas no solo una vez. “Y hasta en los ojos se te pueden aquerenciar, Manuel. Esos hongos malvados se suben por las cobijas. ¡Y más vos que dormís embozado! ¡¡Choco te pueden dejar!!” Y don Leopoldo le surtía otra pomada fungicida, esta vez para las ingles. “Para las niguas, seguí usando la pulpa de guanaba. Es lo mejor que hay”. Por eso, Bartolo Yajuc tenía que lidiar con residuos de esa pulpa en los entresijos de las botas. Y debía rasparlos con un cuchillo viejo, y aguantar la hedentina a pescado rancio. “¡Pobre hombre. Uno de estos días se va a morir de solo. Primero lo hicieron presidente y después lo bajaron. Le quitaron sus tierras. Y uno oye decir que los que antes eran con él, hoy no pueden ni verlo...” Y Bartolo Yajuc acomodaba sobre unas lajas las botas recién lavadas de su general venerado, para que el sol terminara de fumigarlas.
Don Sofonías Pereira interrumpió la lectura. “Miguel, ¿y qué te ha dado por meterte con los próceres?” “Por lo menos en la ficción, recuperarlos como hombres, Chofo; no verlos como mitos. El mito angeliza o sataniza, pero no da la verdad humana. Mirá la religión: ¡hay gente que cree que Cristo no hacía pipí, ni pupú!” Don Sofonías siguió leyendo hasta terminar el nuevo escrito de don Miguel Tadeo. Luego, como otras veces, se quedó caviloso.
“Mirá, Chofo: dicen que el general Arce, habiendo sido rico, murió tan pobre que las mujeres del mercado de la capital le daban comida. ¡Y no aceptó ayudas de los poderosos! Como declaró hace poco uno de sus descendientes: los próceres fueron hombres comunes: con sus dolencias físicas, sus luces y sombras espirituales, sus pilas políticas... ¡Pero beneméritos! Es la esencia de la grandeza. La que me ha dejado picado es su prima y esposa, doña Felipa. Estaba paralítica, tras once partos... ¿Qué se hizo? ¿Murió antes que él?”
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