sábado, 26 de septiembre de 2009

Piedra bruja

Escrito por Francisco Andrés Escobar

Cuando el candado de la bartolina sonó, María de los Ángeles Miranda y su hermana estaban exhaustas. Llevaban varias jornadas de reclusión. “Manuela, despertá”. Y se alzaron, débiles, mientras los carceleros las escoltaban. “¡Mirá chiches de hembra!”, le dijo uno a otro, al rozar a Manuela. “¡Deje a mi hermana. Y a mí no me vaya a tocar, porque le va mal!” Y la advertencia fue tan enérgica, que el carcelero se amilanó. “¡No seás pendejo. Metele mano en la cueva de la urraca!” Pero María de los Ángeles pareció crecerse, y entonces sí, los seis hombres se amedrentaron. Uno de ellos solo atinó a decir: “¡Puta!”, como cuando se ve algo temido. Otro comentó: “¡Está bueno que las macaneyen!” Y con un empellón las enrumbaron a la plazona de la Villa de San Vicente, donde debía realizarse la tortura. “¡Súbanlas a la carreta. Les puede dar vahído y les va a tocar cargarlas a ustedes!” Y atadas de manos, y flanqueadas por un gentío, las hermanas iniciaron el recorrido. Con dificultad, los bueyes halaban la carreta, entre pedruscos. Eran los primeros meses de 1812.

Cuando llegaron a la plaza, la ceibona y los amates albergaban a la turbamulta, que había madrugado para agenciarse lugar. “¡Pobres muchachas, tan bonitas, tan jóvenes!”, lamentó un viandante que recién entraba con dos mulas cargadas con cántaros de leche. “¡Chis! ¡Alborotadoras son! ¿No ve que, por ellas, allá en Piedra Bruja, por San Sebastián, un montón de berecos creyeron la guáspira de la independencia, y dijeron a sublevarse! ¡Les volaron penca!” (...) “Estas dos mujeres, las Miranda les dicen aquí, les anduvieron predicando que, allá en San Salvador, en noviembre un tal cura había sonado las campanas de no sé qué iglesia y que ya había independencia”. (...) A saber por qué usted no se dio cuenta, porque eso de Piedra Bruja fue bulla. (...) Ahí por el veintinueve de diciembre, ¿verdad, vos?” Y la mujer y otras más crecieron en lenguas para enterar al lechero. El gentío se iba acomodando.

Subieron a las reos a una tarima, bajo la ceiba. Les releyeron la sentencia. Les rompieron los vestidos y dejaron al desnudo sus espaldas. ¡Cien azotes debía sufrir cada una! ¡Cien! Empezó la tortura.

¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! Sobre ambas, el verdugo descargaba fajazos con correas de cuero de res. ¡Treinta y nueve! ¡Cuarenta! ¡Cuarenta y uno! El fiscalizador del tormento echaba en un bote una canica de cristal por cada azote. La multitud estaba congestionada. Al principio, había habido aplausos al castigo de las sediciosas; pero cuando la sangre chorreó, el silencio y las lágrimas ganaron espacio. ¡Sesenta y ocho! ¡Sesenta y nueve! ¡Setenta!, proclamó el fiscalizador. María de los Ángeles se desplomó. Dos guardas volaron, a levantarla. Estaba muerta, en un charco de orines, sudor, heces y sangre. Tenía veintidós años.

La multitud empezó a desagregarse y a caminar, contrita. Cada quien iba buscando su casa. No quería ver más. No quería oír más. No...

***

Don Sofonías Pereira interrumpió a don Miguel Tadeo en la lectura de su nuevo escrito y terció una pregunta sobre la ciudad. “No, Chofo, entonces era Villa. La hicieron ciudad en 1812. Tampoco tenía torre. ‘Solo el volcán y el cerrito miraban aquello con amargura’. Con esa frase quiero cerrar el relato. ¿Qué te parece? A ver si lo termino en la noche”. Y don Miguel fue a alcanzarle a su amigo una taza de café con semita mieluda.

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