Escrito por Francisco Andrés Escobar
Cuando mi padre me violó yo tenía ocho años. Yo no sabía nada, porque antes a uno lo criaban ignorante, y los adultos hacían con uno lo que se les antojaba. Y ay Dios que uno hablara: ¡lo majaban a reata!
Ellos podían hacer lo que quisieran. “¡Si yo las engendré, les puedo meter mano cuando quiera”, decía el papá de unas vecinas. Y ahí andaban las pobres: todas derrengadas de las trasteadas que les pegaba el viejo. Nadie ponía denuncia. Y si alguien hablaba, la gente se conformaba con decir: “¡Esa está loca, o a lo mejor quiere más!”
Los hombres se reunían a contarse cosas. Se oían y se protegían. Por eso a mí me daban asco cuando el Viernes Santo salían de saco y corbata a cargar la urna del Señor. Se pasaban todo el año haciendo leperadas, y cargando creían lavar sus negruras.
Pues le decía que cuando me violó el malvado de mi tata, yo acababa de cumplir los ocho años. ¡Hace cuarenta exactamente! A él le gustaba que yo durmiera con él. Mis hermanos y yo dormíamos en otra pieza, con mi mamá; pero él se las arreglaba para que me pasara a su cuarto. Mi mamá no se imaginaba nada. Tampoco yo me daba cuenta del todo. Cuando ya me había dormido, él me pasaba a su cama y empezaba a tocarme. Entre que me dormía y me despertaba, yo no sabía qué hacer. Sabía que algo estaba mal, pero no me animaba a salir corriendo. Así que me hacía la dormida hasta que él dejaba de temblar y pujar.
Una vez ya no aguantó. Me bajó el calzón, me abrió, se me subió, y yo sentí que me destripaba. Hubiera querido aullar; pero me tenía la boca tapada y me decía: “Shhh, ya va estar, ya va a estar”. Cuando todo estuvo, sentí un caldo dentro de mí. ¡Y un ardor terrible! Me levanté, y patojeando me fui a una hamaca. Me dormí.
Cuando desperté, él había tirado las cobijas en el excusado de foso, y estaba regañando a mi mamá: “¡Vos debías haberle explicado eso del chinto que les viene a ustedes cada mes, no que esta mona bruta no me avisó nada y dejó ir todo el sangrerío sobre las colchas!” Me hizo señas. Yo entendí que si decía algo me iba a ir mal. Haciéndome la fuerte, me fui a bañar.
No volví a dormir con él. Dijo que no quería que fuera a arruinar otras cobijas. Desde entonces seguí durmiendo con mi mamá y mis hermanos. A ella, para nada le pasó por la cabeza lo que mi papá me había hecho. Y me puse zíper en la boca, para siempre. ¡Suerte que no quedé panzona!
Así que, para no cansarlo don Sofonías, esto que el tata me le ha hecho a mi hija menor lo voy a denunciar mañana mismo. Muy motorista matón y muy mi marido puede ser él, ¡pero a una hija se respeta! Los tiempos han cambiado. Si con lo mío cerré la trompa, con lo de mi hija voy a hablar...
*****
Don Sofonías Pereira miró con misericordia a su vecina. “¡Cuánto dolor hay en la tierra!”, pensó. La Carmela Rodríguez, aireada el alma ante el anciano, iba ya caminando hacia el mercado, a comprar unas libras de frijoles oscuros para preparar el arroz teñido con que se ganaba la vida.
Ellos podían hacer lo que quisieran. “¡Si yo las engendré, les puedo meter mano cuando quiera”, decía el papá de unas vecinas. Y ahí andaban las pobres: todas derrengadas de las trasteadas que les pegaba el viejo. Nadie ponía denuncia. Y si alguien hablaba, la gente se conformaba con decir: “¡Esa está loca, o a lo mejor quiere más!”
Los hombres se reunían a contarse cosas. Se oían y se protegían. Por eso a mí me daban asco cuando el Viernes Santo salían de saco y corbata a cargar la urna del Señor. Se pasaban todo el año haciendo leperadas, y cargando creían lavar sus negruras.
Pues le decía que cuando me violó el malvado de mi tata, yo acababa de cumplir los ocho años. ¡Hace cuarenta exactamente! A él le gustaba que yo durmiera con él. Mis hermanos y yo dormíamos en otra pieza, con mi mamá; pero él se las arreglaba para que me pasara a su cuarto. Mi mamá no se imaginaba nada. Tampoco yo me daba cuenta del todo. Cuando ya me había dormido, él me pasaba a su cama y empezaba a tocarme. Entre que me dormía y me despertaba, yo no sabía qué hacer. Sabía que algo estaba mal, pero no me animaba a salir corriendo. Así que me hacía la dormida hasta que él dejaba de temblar y pujar.
Una vez ya no aguantó. Me bajó el calzón, me abrió, se me subió, y yo sentí que me destripaba. Hubiera querido aullar; pero me tenía la boca tapada y me decía: “Shhh, ya va estar, ya va a estar”. Cuando todo estuvo, sentí un caldo dentro de mí. ¡Y un ardor terrible! Me levanté, y patojeando me fui a una hamaca. Me dormí.
Cuando desperté, él había tirado las cobijas en el excusado de foso, y estaba regañando a mi mamá: “¡Vos debías haberle explicado eso del chinto que les viene a ustedes cada mes, no que esta mona bruta no me avisó nada y dejó ir todo el sangrerío sobre las colchas!” Me hizo señas. Yo entendí que si decía algo me iba a ir mal. Haciéndome la fuerte, me fui a bañar.
No volví a dormir con él. Dijo que no quería que fuera a arruinar otras cobijas. Desde entonces seguí durmiendo con mi mamá y mis hermanos. A ella, para nada le pasó por la cabeza lo que mi papá me había hecho. Y me puse zíper en la boca, para siempre. ¡Suerte que no quedé panzona!
Así que, para no cansarlo don Sofonías, esto que el tata me le ha hecho a mi hija menor lo voy a denunciar mañana mismo. Muy motorista matón y muy mi marido puede ser él, ¡pero a una hija se respeta! Los tiempos han cambiado. Si con lo mío cerré la trompa, con lo de mi hija voy a hablar...
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Don Sofonías Pereira miró con misericordia a su vecina. “¡Cuánto dolor hay en la tierra!”, pensó. La Carmela Rodríguez, aireada el alma ante el anciano, iba ya caminando hacia el mercado, a comprar unas libras de frijoles oscuros para preparar el arroz teñido con que se ganaba la vida.
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