viernes, 9 de octubre de 2009

Arroz teñido

Escrito por Francisco Andrés Escobar

Cuando mi padre me violó yo tenía ocho años. Yo no sabía nada, porque antes a uno lo criaban ignorante, y los adultos hacían con uno lo que se les antojaba. Y ay Dios que uno hablara: ¡lo majaban a reata!

Ellos podían hacer lo que quisieran. “¡Si yo las engendré, les puedo meter mano cuando quiera”, decía el papá de unas vecinas. Y ahí andaban las pobres: todas derrengadas de las trasteadas que les pegaba el viejo. Nadie ponía denuncia. Y si alguien hablaba, la gente se conformaba con decir: “¡Esa está loca, o a lo mejor quiere más!”

Los hombres se reunían a contarse cosas. Se oían y se protegían. Por eso a mí me daban asco cuando el Viernes Santo salían de saco y corbata a cargar la urna del Señor. Se pasaban todo el año haciendo leperadas, y cargando creían lavar sus negruras.

Pues le decía que cuando me violó el malvado de mi tata, yo acababa de cumplir los ocho años. ¡Hace cuarenta exactamente! A él le gustaba que yo durmiera con él. Mis hermanos y yo dormíamos en otra pieza, con mi mamá; pero él se las arreglaba para que me pasara a su cuarto. Mi mamá no se imaginaba nada. Tampoco yo me daba cuenta del todo. Cuando ya me había dormido, él me pasaba a su cama y empezaba a tocarme. Entre que me dormía y me despertaba, yo no sabía qué hacer. Sabía que algo estaba mal, pero no me animaba a salir corriendo. Así que me hacía la dormida hasta que él dejaba de temblar y pujar.

Una vez ya no aguantó. Me bajó el calzón, me abrió, se me subió, y yo sentí que me destripaba. Hubiera querido aullar; pero me tenía la boca tapada y me decía: “Shhh, ya va estar, ya va a estar”. Cuando todo estuvo, sentí un caldo dentro de mí. ¡Y un ardor terrible! Me levanté, y patojeando me fui a una hamaca. Me dormí.

Cuando desperté, él había tirado las cobijas en el excusado de foso, y estaba regañando a mi mamá: “¡Vos debías haberle explicado eso del chinto que les viene a ustedes cada mes, no que esta mona bruta no me avisó nada y dejó ir todo el sangrerío sobre las colchas!” Me hizo señas. Yo entendí que si decía algo me iba a ir mal. Haciéndome la fuerte, me fui a bañar.

No volví a dormir con él. Dijo que no quería que fuera a arruinar otras cobijas. Desde entonces seguí durmiendo con mi mamá y mis hermanos. A ella, para nada le pasó por la cabeza lo que mi papá me había hecho. Y me puse zíper en la boca, para siempre. ¡Suerte que no quedé panzona!

Así que, para no cansarlo don Sofonías, esto que el tata me le ha hecho a mi hija menor lo voy a denunciar mañana mismo. Muy motorista matón y muy mi marido puede ser él, ¡pero a una hija se respeta! Los tiempos han cambiado. Si con lo mío cerré la trompa, con lo de mi hija voy a hablar...

*****

Don Sofonías Pereira miró con misericordia a su vecina. “¡Cuánto dolor hay en la tierra!”, pensó. La Carmela Rodríguez, aireada el alma ante el anciano, iba ya caminando hacia el mercado, a comprar unas libras de frijoles oscuros para preparar el arroz teñido con que se ganaba la vida.

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