Don Sofonías Pereira prestó oído. Ahora él, su Teba, don Eleuterio y otras amistades más de la excursión parroquial habían tomado lugares en un comedor esquipulteco: “A mí me trae una mojarra, con arroz”. “Yo chaomín”. “A mí me da frijoles refritos, de esos que parecen caca de mico; un pedazo de cuajada, tortillas y café”. “Yo quiero sopa de gallina, con molleja; y unas seis tortillas. ¡Ando una hambre!” Y mientras la empleada tomaba pedidos, los comensales enhebraban palabra.
Don Eleuterio siguió: “Pues este baboso, apodado el Gallo, a buena mañana se preparó a cumplir el encargo de desvirgar a la niña Elena. Bien atipujado de guacamol y coctel de conchas, agarró camino. ‘Ya la hice —iba pensando—: le voy a hacer el favor a ella, me voy a dar el gustazo, y me voy a embolsar doscientos pesos’.
El desconsuelo fue cuando llegó a la casa. Tiesa, tiesa, tenían a la pobre mujer en un cajón de pino. ‘Chucha —dijo el Gallo—, ¡yo así no! A mí me dijeron que iba a hacer lo que iba a hacer con una viva’. El primo de la niña Elena, que lo había contratado, lo llamó aparte: ‘Ma, Gallo. Tené cincuenta pesos, ya que las cosas no salieron como debían; pero desaparecete ¡lo que se dice ya! ¡Y no le vayás a andar contando nada a nadie!’ El Gallo salió todo achicopalado, y agarró para la cantina. Allá encontró a varios bolos, los invitó a chupar y les contó lo que le había pasado. ¡Al terminar el día habían hecho leña el pisto!
Ya entrada la noche, agarró para su casa. Vivía con la mujer y tres cipotillos, en una champa vecina a la quebrada. No había llegado a un zacatal, cuando oyó que le hacían: shhhh, shhhh. Volteó a ver. ¡Y va viendo a una mujer que se subía las naguas, se tocaba ‘allá’, y le decía: ‘Gallito, mirá lo que te perdiste!’ El Gallo voló, a zambutirse en su champa. ‘¿Y vos qué traés, que venís todo tembeleque’, le dijo la esposa. Él medio le contó. ‘Así que vos a darle vuelo a la hilacha saliste. Pues bueno está que te hayan espantado. Porque la que te salió es la que ibas a despepitar. ¡Vos descorchando culos ajenos, y yo aquí de pendeja: cuidando monos y viendo a ver qué te doy de hartar! ¡¡Mejor andá acostate, antes de que te talegueye todo!!’
En el montarrascal se oyó una risita. ¿Y qué creerán? ¡Que Sapo Peinado, uno de los bolos, a saber dónde había hallado unos trapos de mujer, se los había encasquetado y había salido adelante, a ponerse en el monte, para darle al Gallo tamaño susto! El Gallo quedó curado para siempre de andar alquilando ‘la babosada’. Y así fue como se supo todo lo de la pobre niña Elena”.
Humeantes, los alimentos llegaban ya a la mesa. Un mariachi cantaba “Alma llanera”. Un trío, por allá, entonaba “Cancionero”. El comedor rebozaba de parroquianos. Don Sofonías soplaba la primera cucharada de sopa y la ofrecía, con ternura, a su Teba. En la calle, los esquipultecos rumbeaban en sus motonetas, y la noche vibraba de gozo.
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