viernes, 23 de octubre de 2009

Estaca de guayabo

“Chofo, y usted todavía... con la niña Teba?” Don Sofonías Pereira se hizo el leso. “Pues sí —continuó don Eleuterio Carbajal—, me refiero a que si todavía ‘traveseyan’”. “Allá, cuando se desbarranca un burro. ¿Verdá, Teba, que todavía le jalamos de vez en cuando a ‘aquello’?” Agarrada en curva, la niña Teba se sonrojó: “¡Ay, Chofo. Qué va a decir la gente?” Don Sofonías la abrazó, porque la amaba más que en los años jóvenes.
Escrito por Francisco Andrés Escobar

Estaban sentados en el poyetón del atrio del templo de Esquipulas. Habían llegado en una excursión parroquial, se habían alojado en una pensión modesta, habían hecho la visita al Negrito, y se habían quedado a esperar el ocaso.

“Cualquiera diría que estas son vulgaridades, pero no ¿verdá, don Chofo? El amor quiere huesos para decirse. Y el amor que no se vive enjuta la carne. Si no, veamos el caso de la niña Elena, la hija mayor de don Domingo Mejía. La pobre nunca conoció varón, como se dice. Llegó a sesentona; y cuando cayó en cama para morirse, le entró gana de hombre. Los familiares creían que el fuego que le quemaba el vientre era por la enfermedad. ¡Qué campas! Era la fuerza de la naturaleza atada durante tantos años. Cuando ya no aguantó y empezó a pedir a quien fuera para que la desvirgara, parientes y vecinos la creyeron endemoniada.

Un primo entendió y corrió a buscar a el Gallo, un vago que se ganaba el pisto como fuera. Tenía fama de ‘socorrido’. Muchas veces, bien bolo, se dormía en las aceras y por la bragueta del pantalón se le alcanzaba a ver todo. ‘¡Huuyyy, el hombre!’, decía alguna santulona que pasaba cerca, pero no dejaba de mirujear aquella masacuata desproporcionada. A él acudió el primo de la niña Elena.

El hombre dijo que sí, que cómo no, que por doscientos colones hacía el volado —entonces no habían zampado el dólar—, que solo lo esperaran hasta el otro día, que quería dormir bien, tomarse un ponche con huevos, un buen coctel de conchas y un guacamol con bastante cebolla, para agarrar fuerzas. Y en eso quedaron. Pero la niña Elena no dio tiempo.

Como a la una de la mañana, empezó a dar gritos: que le llevaran algo para aplacarse. Pero solo hallaron un inútil cabito de candela de cebo. Entonces el primo, al oír las sandeces que gritaba la mujer, se fue al patio a cortar una estaca de guayabo. Como pudo, le dio forma y se la llevó. Con eso tuvo la pobre. Se violó solita. Y se murió a la media hora, encharcada en sangre, pero en paz, a gusto.

Por eso digo que, cualquiera que sea la edad, uno no debe atajar lo que es ley de naturaleza. Tampoco hay que desbocarse. Todo es cuestión de medida, de prudencia. Así como ustedes...”

Tras su rostro moreno, la niña Teba volvió a sonrojarse. No le gustaba hablar de aquellas cosas. “Eso es de puertas adentro”, le enseñaron sus mayores. Sin embargo, sabía que don Eleuterio tenía toda la razón, como también lo sabía don Chofo, que había seguido atento el relato.

Los monjes cantaban en el templo sus oraciones vespertinas. La gente subía y bajaba por las gradas del atrio. El Negrito, acostumbrado a dolores y horrores, pendía, mudo en la cruz, en su camarín de vidrio. La luz del poniente rubricaba el día.

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