viernes, 19 de febrero de 2010

La burleta

Escrito por Francisco Andrés Escobar

El viejo reloj de la iglesia cercana proclamó las dos de la madrugada. Casi al término del último campanazo, un gruñido extraño rugió, por el lado de la calle, en las proximidades de la ventana donde don Sofonías Pereira tenía instalada su tijera de lona. El anciano se alzó. El rugido volvió a escucharse: ronco, gutural, seco. La niña Teba, su mujer, también lo oyó y se incorporó en su camastro: “¡Chofo, oí qué feyo eso! Quizás algún bolo está echando el hígado, o algún chucho se ha quedado con un hueso de pollo trabado en el galillo”.

Don Sofonías dejó su reposo y fue a espiar. Nada. La calle, la acera inmediata y la de enfrente estaban solas y en silencio de muerte. Unas hebras de frío se colaron por los vidrios abiertos. El rugido se oyó otra vez. Don Sofonías soltó un shhhhhh que se fundió con el denso silencio de la noche. “¡Chucha, Teba. Esa es una burleta!” “¡Ay, Chofo. Vos y tus creencias. Esas cosas no existen” “¡Cómo no. No hay que creer ni dejar de creer!”, contestó el anciano mientras cerraba la ventana y volvía a acomodarse en su tijera. “Cuando vos y yo andábamos de novios, fui un fin de semana allá por la costa a la casa de mi tío Miguel. En el día, chulo todo aquello: los campos verdes, los pájaros, los animalitos... Pero al llegar la noche...

Me acuerdo de que con mi tío nos quedamos en el patio de la casa mirando las estrellas. ¡Parecían jocotones brillantes! De improviso, oímos un silbido que se iba acercando. Yo pensé en un cazador, o en algún baboso que venía retrasado de visitar a la dama. Pero no. El silbido se acercó, se acercó. ¡Ay, Dios. Y vamos viendo el gran animal negro entre el montarrascal, enfrente de nosotros! Los ojos le relampagueaban. Parecía un chucho grande, o algo así. “Es el Cadejo”, me dijo mi tío. “No le tengás miedo. Rezá un Padrenuestro y se va a ir”. Dicho y hecho. El animal se nos quedó mirando y luego agarró camino de regreso. Se fue como había llegado: silbando y silbando. A mí el cuerpo se me puso como de gallina y quise entrarme, pero mi tío me dijo: “Perate. Ya vas a oír”. Y dicho y hecho: se oyó como si alguien hubiera andado corriendo con zapatos pesados. “Es una burleta”, dijo mi tío. “Lo que pasa es que en tiempos de no sé qué guerra, aquí hacían sus ejercicios los soldados”. Yo me quedé oyendo, y juradito te digo, Teba: se percibían bien los pasos de gente que trota... (...) “Teba, ¿me estás oyendo, o ya te dormiste?” “Te estoy oyendo, hombre”. “Entonces...” Con lentitud, el anciano fue desgranando la historia, hasta que el sueño los venció a los dos.

Cuando cantaron los gallos de las cinco de la mañana, don Sofonías se pasó al camastro de su mujer y se acuclilló detrás de ella, en cucharita. Y durmieron serenos ese sueñito que va desde las cinco hasta las seis, y que en los pueblos solo se disipa con los pregones de los vendedores de pan, con los gritos atiplados de la repartidora de diarios, con los alaridos de los cuches que van en brazos de sus dueños hacia el palo de su comercialización, y con la salida del sol que declara un día más de vida y belleza

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