sábado, 28 de marzo de 2009

Como res destazada

Escrito por Francisco Andrés Escobar/ Columnista de LPG

“Callate, Ana Lucía, no seás tan zaina. Ya viene el vía crucis y oí lo que estás hablando”. Y es que la Ana Lucía Veraguas acababa de soltar una de sus zanganadas ante don Sofonías Pereira, que había llegado a comprar un medio de maíz: “Fíjese, don Chofo, que allá en mi cuarto tengo unos calzones todos picados, con hoyos; pero yo no los boto porque son de un yersi bien fresquito y los uso para dormir. Claro que en el ropero tengo otros, buenos, que me pongo en el día. Yo le digo a la Viviana, mi cuñada, que si uno de estos días caigo mico arriba –como la Martina Zepeda, que en plena calle le dio el ataque–, que esté lista a ver que, cuando me vistan para enterrarme, me pongan un calzón bueno y no uno de los picados, ¡porque yo no quiero llevar la cuca con anteojos!” Don Sofonías soltó carcajada, en el momento en que las primeras candelas de otro vía crucis cuaresmal asomaban por la esquina.

La cincuentona zángana siguió: “Y cambiando de tema, qué perro está esto de las mujeres a las que el marido les da matacán. A una prima le acaba de pasar. Cuando llegó a los veinticinco años, empezaron los vecinos: que endamate, si no van a decir que sos machorra; que buscate un hombre, para que probés de lo bueno. En fin, ya ve usted cómo es la gente de metida. ¡Y viene la muy bruta y se empalma el primero que se le puso enfrente! ¡¡Ay Dios, y le va saliendo uno de aquellos!! Desde la primera noche la penqueó toda, porque ella quiso ponerse de culumbrón. ¡Y ya no paró! Y ella nunca lo denunció: por necesidad, por miedo, y por lo pura caca que es aquí la justicia. Pues ya va a ver.

Hace tres meses, ella había ido al mercado con el menor de los tres hijos. Al marido, que trabajaba en el rastro y que la celaba hasta con los zancudos, a saber qué demonio se le metió que pidió permiso y dijo para la casa. Cuando llegó y no la halló, ¡ese hombre se puso como loco! Fue asomando ella y la agarró a trompada limpia.

Cuando iban a entrar a la casa, ella se armó de valor, le dijo su par de babosadas y le zampó su cachimbazo en los huevos. Primero, él se retorció del dolor; pero luego, aprovechando que ella no podía quitarle llave a la puerta, de la gran tembladera que le había agarrado, él sacó un cuchillo que llevaba escondido, se lo clavó a mi prima, y le dio para arriba. ¡Un solo tajo le hizo, del ombligo al güergüero! Como está acostumbrado a abrir reses, así la abrió a ella. Los intestinos cayeron al suelo, en medio de un charcal de sangre. El pobre cipotillo daba alaridos: ‘¡Mamá, no te murás! ¡Cuando esté grande, voy a matar a mi papá!’ Pero ella ya era cadáver. Enton...”

Las marchas procesionales sonaron muy cerca. La cincuentona y el jubilado fueron a apostarse en la puerta. Cuando el cortejo pasó, don Sofonías enfiló hacia su casa, con el medio de maíz sobre el lomo. Le llevaba material para los pasteles a su Teba. No. Él nunca le había dicho a ella una palabra ingrata. Y jamás tendría alma para condenarla a terminar su humilde vida como res destazada.

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