viernes, 12 de febrero de 2010

Si te vi, no me acuerdo

La tarde estaba ya avanzada. Un airecito ascendía del Sur, peinaba las serranías y se descargaba fresco sobre el pueblo. En el cerro mayor, un pelotón de niebla organizaba blancuras que de tanto en tanto desgajaba entre callejas. Los cipotes bicicleteaban en el parque, mientras algunos andantes ocupaban los bancos y, entre conversa y conversa, disfrutaban los postreros oros del día.

Escrito por Francisco Andrés Escobar

Sentado en el graderío de la iglesia, desde donde se abarcaba el corazón histórico de su lugar querido, don Sofonías Pereira miraba ese mundo que él amaba de alma. Quizás por eso le daban dolor las palabras de don Candelario Góchez, el dueño de la única carpintería artesanal, que había retomado la conversación:

“Pues como te digo, Chofo, según yo, esto de las pandillas es fácil de entender. Somos los adultos los que hemos engendrado sin responsabilidad a todos esos chavos. ¡No nacieron de la nada! Son los hijos del levante, del emperramiento. Son los hijos de esos hombres que se han dedicado a levantar mujeres donde se pueda, a sembrarles el hijo, y ¡si te vi, no me acuerdo! Son los hijos de esas mujeres que, entusiasmadas o engañadas, se creyeron las mentiras de tales gañanes, les abrieron el cuerpo, salieron embarazadas y, cuando el hijo nació, se lo fueron a tirar a la abuela, a la tía, a la madrina, y ¡si te vi, no me acuerdo!

Acordate del hijo de la Clementina Arbaiza. Lo engendraron en un penal, cuando la Clementina iba a ver al compañero de vida y allá se entusiasmó con otro preso. Cuando el cipote nació y tuvo cuatro años, la Clementina se emperró con otro hombre, se fue siguiéndolo, y dejó tirado al cipotío. Si no hubiera sido por la mamá de la Clementina, la niña Foncha, ese cipote no hubiera tenido ni una pacha de leche. La pobre señora como pudo lo hizo grande, pero tuvieron más fuerza la soledad y el odio que el cipote llevaba en el alma al saberse sin tata ni nana. Y se metió a las maras. ¡Y se lo quebraron hace dos meses! Y ahí apareció la Clementina: dando alaridos en el entierro. ¿Para qué? ¿Para dar lástima y que la gente diga a ayudarle y ella salga corriendo a darle el pisto al amante de turno?

Por mí, se debiera penalizar a esos hombres y mujeres irresponsables. ¡Por ellos estamos como estamos! Cuando los narcos decidieron tomarse el país, vieron bien que había una gran cantidad de jóvenes sin rumbo a los que podían mangonear. Y lo han hecho: esos jóvenes les sirven como consumidores de droga y como medios para trasladarla de un lugar a otro. Las maras y pandillas no actúan solas. Siempre hay babosos y babosas mayores y con poder detrás. ¡Y les tienen bien marcados los territorios! ¡Por eso se viven matando! Y resolver este desmadre va estar muy difícil... Perate, allá viene ya la señora del diario: voy a ir a comprarlo”.

Los vespertinos anunciaban endurecimiento de penas a los pandilleros. Unos aplaudían: “¡Que zampen presos a esos malditos!” Otros incendiaban: “¡Aquí lo que conviene son grupos de exterminio, al estilo de la Sombra Negra!” Otros: “Hay que educar a la gente en el amor y en el sexo responsable. Si no, se van a acabar a unos, ¡pero ya va a venir el remplazo!” Don Sofonías cavilaba en silencio. La tarde de Dios iba arropando al pueblo.

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